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martes, 10 de noviembre de 2015

Rios submarinos

Ríos submarinos. Parece una contradicción por cuanto la palabra río designa una corriente fluvial, o sea, de agua dulce, mientras que submarino es un adjetivo referente a algo bajo el mar, o sea, de agua salada. Pero no nos detengamos en la semántica; obviando esos pequeños problemas de definición, lo verdaderamente interesante del asunto es que en las profundidades marinas hay auténticos ríos, algunos de tamaño tan colosal que dejarían en mantillas a los que hay en la superficie.
No es una exageración. No hace mucho se descubrió uno en el Estrecho del Bósforo que tiene cerca de 38 metros de profundidad por 800 de ancho y un caudal de 22.000 metros cúbicos por segundo, lo que lo convierte en el más grande de Europa, una decena de veces por delante del Rin, por ejemplo. Si estuviera en tierra, sería el sexto del mundo. Procedente del Mediterráneo, desemboca en el Mar Negro sin que ninguno de los muchos barcos que navegan un centenar de metros por encima sospechen siquiera lo que hay allá abajo.
Carece de nombre, como otros muchos repartidos por el globo, ya que hay montones de ellos y algunos incluso más grandes, con miles de kilómetros de longitud y decenas de ancho. Una red laberíntica de canales abisales de la que apenas sabemos gran cosa. La falta de datos se debe a las dificultades de estudiar a tantos metros bajo el agua, que sólo últimamente se han podido paliar con la moderna tecnología.
A pesar de ese desconocimiento que tenemos de ellos, son fundamentales para el ciclo del carbono, ya que arrastran sedimentos a las profundidades, sumergiendo la materia orgánica procedente del litoral y transportando oxígeno y nutrientes para la vida abisal (y provocando a veces embolsamientos de gas o petróleo, atractivos para las grandes petroleras). Y es que por esos cauces se mueven toneladas de materiales de forma similar a una avalancha, a una tormenta de arena o al flujo piroclástico de un volcán.
Quizá no tengan tanto poder destructivo pero sí pueden cargarse el cableado submarino de telecomunicaciones, de ahí que las empresas encargadas de su tendido ausculten previamente la orografía submarina. Al principio -mediados del siglo XIX- no había problema porque se colocaban a no mucha profundidad, hasta que el mayor alcance logrado en el siglo XX cambió las cosas: en 1929, un terremoto ocurrido en Terranova que apenas había causado daños en la superficie cortó una docena de cables transatlánticos al volcarles encima 200 kilómetros cúbicos de sedimentos desde la plataforma continental, a una velocidad de 100 kilómetros por hora. Al parecer, se internaron en el mar hasta 600 kilómetros.
El estudio de ése y otros casos permitió confirmar que los canales abisales, cuyo origen no se tenía claro, eran el resultado de la erosión que creaban esas corrientes de materiales al moverse. Y hoy siguen produciéndose accidentes de ese tipo: la corriente de barro subacuático generada por el terremoto de Taiwán de 2006 cortó más de una docena de cables que sumieron la isla en un apagón temporal y afectó al resto del sudeste asiático.
El problema es que harían falta cientos de años para poder cartografiar con exactitud todos esos canales abisales. En ocasiones, son las propias roturas de cables las que indican dónde hay uno. Además, a veces se “secan”. No de agua, claro, pero sí de sedimentos, haciendo falta un fenómeno natural de gran calibre para reactivarlos: un movimiento sísmico o una enorme acumulación sedimentaria al borde de un cañón, por ejemplo. También vale la desembocadura de un gran río que arrastre mucho sedimento mar adentro, como pasa con el Congo el Amarillo, aunque algunos canales abisales están en medio del océano.
Estén donde estén no son fáciles de estudiar porque los instrumentos colocados en ellos acaban aplastados por el fango. El citado del Bósforo es una excepción en ese sentido y quizá la mejor opción para los investigadores: el funcionamiento es el mismo pero lleva menos barro y más agua salada mediterránea llegada por el Mar de Mármara. En 2010 y 2013 se empleó un robot submarino para hacer mediciones, descubriéndose algo asombroso: al avanzar, el flujo se iba retorciendo sobre sí mismo como una serpiente enfadada.
Se cree que es algo debido al llamado Efecto Coriolis, una aceleración rotatoria que determina los movimientos atmosféricos y que es la que crea la corriente del Golfo o los huracanes. Los científicos lograron recrear ese convulso flujo en una simulación de laboratorio, como se puede ver en el vídeo adjunto.


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